Este mes de junio de 2018 es el mes del Mundial de Fútbol de Rusia y la Selección Argentina encarnará la ilusión de millones de argentinos que vivirán la contienda deportiva como una cruzada donde está en juego la alegría de un pueblo.
Existe con la Selección un sentido de pertenencia y una identificación que nos permite vivir el Mundial y cada partido como si formáramos parte del equipo. Cada jugada involucra nuestras emociones más exacerbadas y las fibras más íntimas.
Esta justa deportiva evidentemente nos une. Consigue superar todas las diferencias irreconciliables de la cotidianeidad y agruparnos en un solo latido con la expectativa de un resultado común y satisfactorio.
No podemos dejar de pensar en nuestro Preámbulo constitucional que refiere a la Unión Nacional y creemos que los constituyentes apuntaban a otros objetivos que afiancen esa unidad más allá de la nobleza implícita en todo deporte.
La Unión Nacional se obtiene de diversas maneras, muchas programáticas y otras coyunturales, pero en todas, los connacionales advertimos la necesidad de reagruparnos más allá de las divergencias usuales y nos abrazamos a causas que nos alimentan el alma y encontramos en ellas el sentido de ser, de sentirnos propios, de ser argentinos como una especie de marca registrada.
Existe en estos encuentros una significativa combinación entre lo propio y lo colectivo pues, en definitiva, eso es lo que podríamos denominar “sentido de pertenencia” y es que cada uno se sienta parte importante de algo. El todo le da sentido a la parte y viceversa. Cada elemento aporta al objetivo común.
Es vital para que se configuren los grandes logros colectivos que los miembros individuales de la comunidad se sientan identificados con lo que suceda en la dinámica de los eventos, que lo vivan como un hecho propio. Tanto en lo bueno como en lo malo, lo que sucede al grupo nos sucede a nosotros mismos.
Creemos que existen muchísimos más objetivos nobles y que superan en efectos prácticos los que se vinculan al Mundial de Fútbol. Concurren en nuestra vida innumerables propósitos trascendentales que deben ser alcanzados y que requieren de una conciencia social y colectiva que los interprete como propios.
Entre aquellas cuestiones que ponen en juego nuestros derechos personalísimos y los colectivos encontramos al derecho al ambiente sano y equilibrado que involucra el derecho a la vida y a la salud, tanto en su faz individual como en la colectiva e incluyen a las generaciones futuras.
En el Mundial de Fútbol existe una vinculación entre lo íntimo y lo colectivo que es muy propio del derecho humano al ambiente sano pues en definitiva lo propio está vinculado a lo común. Lo colectivo y lo personal se juegan en la misma apuesta. El carácter bifronte del derecho al ambiente tiene una insoslayable dependencia: se requiere de ciudadanos que entiendan la pertenencia a un lugar ya que tienen una historia en común, que los unen valores comunes y que el futuro no es viable sin sentido de solidaridad.
La protección del ambiente dejará de ser una quimera cuando entre todos podamos construir la conciencia de que es tan intrínseco a nosotros mismos que nuestra vida misma está en juego. Es necesario advertir que somos parte de algo mayor: la vida en el planeta. Amar lo nuestro es clave para percibir que los daños al ambiente son daños personalísimos.
Sin lugar a dudas el fútbol hace a nuestra identidad. Es casi una forma de vida. Pero no parece que resulte ser tan vital como lo es el ambiente. Cuidar el medio natural y cultural es imprescindible si pretendemos que la vida continúe en el planeta. Para cuidar lo nuestro sería magnífico que podamos acercar nuestra conciencia a nuestro sentimiento por el fútbol: un daño al ambiente es un daño a nosotros mismos. Un daño a nuestro hábitat es un daño a lo que somos y a quienes nos sucederán.
Ojalá podamos trasladar ese sentimiento de identidad y pertenencia del deporte a las cosas esenciales y vitales como el ambiente y que podamos entre todos haber disfrutado de este 5 de junio como el Día Mundial del Ambiente.
Escribe Leonardo Villafañe, Doctor en Derecho. Artículo publicado en la edición N° 36 de Revista ENFOQUE